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Hay que saber hacerse de nuevas. No es tan fácil, debe haber una técnica, quiero decir, debe haber alguien que enseñe cómo hacerse de nuevas ante un tribunal de justicia; sobre todo si tienes delante un juez que te mira y escucha lo que dices, o un fiscal que te acusa repetidamente, te acusa y te acosa, y toca tu línea de flotación varias veces, hasta que te acorrala, y entonces no hay otro recurso que el de la memoria perdida. Lo que pasa es que ya se nota el engaño, o de otra manera, ya se pasa al estado de increíble y con él viene la desgracia para el que habla.
Mejor, según vemos estos días en la tele, no hablar, negarse a declarar para no meter la pata, o a lo sumo decir constantemente ‘no sé’. Esta tesitura es para el territorio que gobierna el cinismo, porque te la juegas a una carta: si dices eso y prueban lo contrario, entonces pobre hombre ese que niega sabiendo que sabe lo que niega. Y si la negación se convierte en un autoengaño de la magnitud de un convencimiento metafísico, entonces se es capaz de negar lo evidente, y ya no median razones, sino negaciones y se dice entonces que no reconoce los hechos.
Cuando estas consideraciones se amplifican y el escenario del crimen no tiene una delimitación, sino que va de un lado para otro o se entremezcla con otros muchos, entonces, cuando lo público es el protagonista, aparece la farsa y, con ella, comienza el espectáculo. Un espectáculo lleno de crueldad porque el público que desde el sofá de su casa contempla, y no sale de su asombro, cómo el que, siempre presuntamente, se ha llevado el dinero está haciendo un ejercicio toreador, entonces el que está allí te está diciendo: qué gilipollas eres ahí sentado, en paro y sin un duro, mientras que yo me he convertido en millonario llevándome el dinero con el que pagaste los impuestos.
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