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La vida es una apasionante partida de ajedrez para unos cuantos, un interesante reto intelectual de estrategia, a otros, les toca ser simples piezas, algunos incluso son conscientes de ello, pero lo aceptan porque no son, o están convencidos de no ser un simple peón, una pieza destinada a ser sacrificada antes incluso de que empiece la partida, no, ellos son alfiles, torres, incluso saltarines y gráciles caballos, o tal vez sin ellos saberlo no sean más que un despistado y ostentoso peón al que pusieron unas orejas de burro y le convencieron de que así ya era un corcel, o quizás lo que llevaba sobre su ilusa cabeza era una preciosa corona de papel plateado y creyó que el resto de piezas estarían dispuestas a dar su vida por defenderle…, naturalmente esos son los que están abocados a abandonar pronto el tablero, ya vendrán otros a sustituirles. Pero en cualquier caso, como os digo, esa partida es solo para unos cuantos, unos pocos cientos incluidos esos ocasionales peones más o menos ilusos, ostentosos y/o ambiciosos.
El resto debemos conformarnos con otro juego, mucho menos exquisito e intelectual, mucho más pueril, vulgar e incluso sujeto a las caprichosas e irracionales reglas del azar, pero un juego también en el que si no el más listo, sí el más pillo manda, ese que aspira a ser peón de ajedrez y no ficha de colores en un parchís.
Porque el parchís señores, cuando no se juega en casa con nuestros seres queridos, a los que seríamos incapaces de dañar y humillar gratuitamente, cuando se juega sobre el terreno de la vida, la trampa impera, los dados se trucan, el rival se empeña y suele conseguir despistar tu atención mientras se mueve por las casillas para lograr llegar antes a su objetivo o a esa casilla que le mantendrá a salvo hasta que pase el peligro. Al honesto siempre le comen y ve pacientemente como los demás se cuentan veinte (o más) gracias a su desgracia, las demás fichas llegan felizmente y en tiempo record a su casa y se cuentan otras diez (o más) mientras tu esperas ese huidizo cinco que nunca termina de salir para darte siquiera la oportunidad de empezar de nuevo a luchar por llegar, aunque sea tarde mal y nunca, a esa casa que tampoco terminará nunca de ser tuya del todo, porque tus compañeros de color, tus hijos, tu pareja, van encontrando sus propias trabas, tapones por los que no podrán pasar hasta el próximo turno, cuando otra ficha ya esté apostada estratégicamente y casualmente le salga el número justo para poder quitar a otro de los tuyos de en medio y contarse otras veinte a su costa, y tú mientras, desesperado, no les puedes ayudar, dependen de ti y no puedes hacer nada por ellos más que jurar y perjurar que los otros dados están trucados, que miente cuando dice que solo corrió cuatro casillas cuando tú viste perfectamente que fueron cinco, justo las que necesitaba para entrar en otro punto seguro, otro aforamiento que le consolide su impunidad y réditos permanentes a costa de los “malos jugadores”, de los “poco suertudos” de los que siempre perdemos cualquier partida, del tipo que sea, ni aunque se juegue con árbitros, porque ellos tampoco querrán ver si no tienes para pagarles o como poco limpiarles ocasionalmente las gafas.
Y eso es esta triste vida, un vulgar y ponzoñoso juego de parchís plagado de trileros en el que el honor, la franqueza y la buena fe siempre pierden la partida, mientras que los más avispados y caraduras engañadores luchan por conseguir cambiar todas sus fichas de colores por una sola y del color que sea, pero en un tablero de ajedrez, donde también está todo amañado para que las victorias entre el “bicolorismo” vayan permanentemente alternando, para así tener siempre al Rey Midas, cuyo único color verdadero es el del oro, contento.
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