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El conflicto se inicia cuando se impone una norma o un principio excluyente, una norma sancionadora que establece algo o que prohíbe algo, que marca un criterio de autoridad, esto es, que reprime la desobediencia o el desacuerdo. El deber es por naturaleza autoritario y frente a él se sitúa la prudencia como inicio de un discurso del comportamiento compartido e incluyente.
El conflicto y el problema se plantea por buscar en el deber la última palabra y por hacerlo legítimo en todo tiempo y lugar, cuando en realidad, el operacionalismo del deber es más bien parco por no ofrecer determinaciones a las que contraponer los argumentos de la prudencia.
Imposición y participación son aspectos que aunque contrapuestos no pueden ir separados, precisamente por ser antitéticos. Y cuando la prudencia huye de las normas para adaptarse al contexto, a la práctica determinada de un caso, entonces es cuando aparece la síntesis del progreso o del mundo sin sanciones, de tal manera que cuando haya ausencia de deber, se logra la normalidad, esto es, la bondad, la vida buena.
Por lo general, la gente quiere vivir tranquila, sacando partido y enseñanzas a su propia vida, porque la vida de la gente es esa cotidianidad que a veces se nos escapa de las manos por, precisamente, no ser cautos y precipitarnos en lo acomodaticio de los principios normativos. Si la prudencia invita al diálogo, el deber desemboca en conflicto.
Un ejemplo de lo dicho es el caso de las marionetas de Madrid y el escándalo que han producido en un sector que no distingue la realidad de la ficción, pero sobre todo que está dispuesto a sancionar sin compartir, y además, los menos, creo, buscan rentabilidad política en algo tan nimio como unos títeres.
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