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Opinión - Carlos de Paz
Fotógrafo independiente - 27/10/2013

Manfred Gnädinger, el artista anacoreta

Si una imagen vale más que mil palabras, en otras tantas contaremos la historia de estas imágenes

(Mil Palabras)

Almeria 24h
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Manfred Gnädinger, el artista anacoreta

Camelle, 2006

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Manfred Gnädinger, el artista anacoreta

Camelle, 2006

Conocí a Manfred el día en que lo enterraban. Este alemán enjuto que eligió Camelle para vivir una vida radical al borde del mar, se dejó morir de tristeza cuando una enorme y pestilente ola negra se instaló en su casa de Camelle, arrasándolo todo, invadiendo su corazón de artista anacoreta. Según cuentan sus vecinos, Man -como a él le gustaba que le llamaran- era un hombre huraño y solitario, que eligió la Costa da Morte para vivir su propio sueño, construido piedra sobre piedra, rama a rama, con sus propias manos y todo aquello que el mar le pudiera ofrecer. Al borde de su querido océano, que le mantenía vivo en un mundo que no era el suyo, fue elaborando una obra artística inclasificable. Piedras, ramas y huesos marinos fueron la materia prima de sus esculturas, a las que fue incorporando todos aquellos materiales que las mareas arrastraban hasta su pequeña casa, situada al borde del mundo, muy cerca de donde los hombres, durante siglos, han considerado que comenzaba el averno. No quería Man protagonismo alguno y aunque su pequeño y primitivo museo fuese incluido en todas las guías turísticas de la zona, nunca estuvo dentro de los corazones de sus conciudadanos. Muchos pensaban que lo que hacía no era arte, aunque con la prensa delante dijeran lo contrario. Cuando el circo mediático pasó por allí al olor morboso de un cadáver artístico, muchos vecinos decían conocerle aunque casi ninguno se hubiese dignado a compartir un rato de charla con él. Es lo que tiene morirse, te salen amigos de debajo de las piedras; las mismas que estando en vida te echan encima para intentar callarte.

Con sus círculos de color, pintados sobre los rompeolas del puerto, quiso iluminar los duros muros grises del corazón humano. Su cuerpo caliente sobre el frío hormigón prepotente le sirvió para dejar la huella muda de su rebeldía y con su firma puso las alas premonitorias de lo que nunca imaginó que pudiera suceder. Vivía Man, el hombre, en su pequeño paraíso con la frugalidad de un monje eremita al margen de una sociedad a la que no quiso pertenecer; comía poco, vestía un taparrabos primitivo y su descarnado cuerpo soportaba estoicamente los rigores del inclemente tiempo. A los pocos turistas que le visitaban les pedía un euro simbólico y a los que se dignaban hablar con él, les entregaba un pequeño cuaderno para que le hicieran un dibujo o le escribieran sus impresiones, un poema o lo que cada uno quisiera poner sobre aquellas hojas arrugadas, que más tarde leería y repasaría en las frías y húmedas noches en su solitario refugio. Después de muchos años se ganó el respeto de algunos vecinos, pero no consiguió vencer a la impersonal estupidez colectiva y su obra terminó enredada en las retorcidas redes de la burocracia y los tormentosos mares de las intrigas humanas. Un mal día, como otro cualquiera, un petrolero de nombre trágicamente irónico, pasó frente a su casa y se partió en dos, derramando sobre el mar su densa y mortífera carga, tiñendo de negro las cristalinas aguas y el escarpado litoral, matando peces, mariscos y aves por igual. Con su pegajosa materia impregnó acantilados, rías, arenales, puertos y faros. El aire se volvió pestilente y hasta el rumor de las olas al romper en la playa se tornó sordo, grave, hueco; como si una orquesta fúnebre de trombones desafinados anunciara el fin del mundo.

Y eso, seguramente, fue lo que escuchó el hombre, el artista, el monje, en su convento en aquel rincón de la Costa da Morte -otra terrible ironía- en la que decidió encontrarse con su destino. Cuando el ángel exterminador extendió su hedionda capa sobre su pequeño jardín, el mundo antiguo al que pertenecía Manfred Gnädinger murió de tristeza y melancolía, pero también como consecuencia de la avaricia y el sinsentido de un mundo dominado por locos insensibles que se atreven a llamar demente al utópico romántico que un día construyó una quimera en la frontera del abismo. Con Manfred hemos muerto todos un poco y lo peor es que todavía no nos hemos enterado. Su cuerpo de ángel negro, grabado sobre la piedra, debería ser un recordatorio de nuestra fragilidad frente a la naturaleza y del respeto que la debemos. Después de su muerte, nadie cumplió sus deseos. Entre mezquinas ambiciones mal disimuladas y miles de trámites y papeleos, la casa de Man -irónico nombre, al fin y al cabo- fue cayendo en el olvido y el jardín se fue marchitando lentamente; hasta que un día, una gran ola cabalgada por un hombre libre, de cabellos rubios al viento; un moderno Quijote surgido del mar, arremetió contra los molinos del progreso y arrasó con los restos de un sueño, devolviendo al hombre en libertad lo que era suyo, lo que un día Neptuno le ofreció para que enseñara a sus coetáneos que otro mundo era posible. Finalmente, Man consiguió su sueño y ha vuelto a los brazos de su querida ballena, a la que tanto tiempo estuvo esperando.

Ahora si, finalmente, Manfred Gnädinger descansa en paz en su jardín bajo el mar.

©Carlos de Paz - Fotógrafo independiente

http://carlosdepaz.com




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